Por Claudia Balagué (*)
Desde hace algunos meses, la problemática de las vacunas se ha puesto en el centro del debate público. En numerosos países, incluido el nuestro, sectores de diverso signo político pusieron en duda su efectividad, llegando a discutir incluso en función de su país de procedencia. Los grupos políticos, que debían llevar seguridad a la sociedad, hicieron lo contrario: mostraron desconfianza, desestimaron a las voces serias y responsables de la comunidad científica, y lanzaron mensajes equívocos. Al mismo tiempo, se produjo otro fenómeno que escandalizó a la ciudadanía: vacunaciones indebidas, en las que hombres y mujeres de la política y el mundo empresarial fueron privilegiados, saltando la cola paciente de quienes debían recibirla: personal de salud y personas mayores.
Pero aún hay más: otro debate produce alarma entre las poblaciones. Mientras que a principios de la pandemia de covid-19 parecía haberse producido un moderado consenso respecto de una solución concertada y no producida bajo los parámetros marcados por el mercado, la situación actual muestra rasgos evidentes de que esa ha sido una batalla parcialmente perdida.
Si hacia los meses de mayo y junio del año pasado parte de la comunidad internacional había tomado nota de que esta es una crisis sanitaria global, que requiere de una batería de acciones concertadas entre Estados y una solución destinada a salvar la vida de las mujeres y los hombres del mundo más allá de su capacidad económica, hoy asistimos a todo lo contrario: vacunas que, patentadas y registradas por algunos, se comercian en el mercado a precios viles, sin consideración alguna por las diferencias económicas entre los países.
El mercado, que presume de democrático, no lo es: aunque hipotéticamente todos pueden comprar, empíricamente las cosas suceden de un modo muy distinto. Las diferencias entre países desarrollados y países del Tercer Mundo (ahora llamado eufemísticamente “Sur Global”) tienen accesos diferentes a las vacunas. El mercado establece una carrera de competencia para aquello que debería ser un bien social. Solo la democracia –entendida en un sentido profundo— puede ponerle límite.
Actualmente, se verifica un proceso de acumulación de vacunas por parte de los países con mayor poder adquisitivo en detrimento de aquellos que cuentan con poblaciones de menores recursos. Los países con ingresos más altos a escala global acumulan hoy el 60% de las vacunas, pero solo tienen al 16% de la población mundial. Algunas naciones han comprado una cantidad de dosis de las diversas vacunas que les permitiría vacunar hasta cinco veces a su población. Mientras tanto, numerosas naciones menos desarrolladas y del Tercer Mundo no tienen ni siquiera la cantidad de dosis suficientes para vacunar a las poblaciones de riesgo.
Lo cierto es que la competencia por la adquisición de la vacuna, puesta en los términos en los que el mercado ha planteado intercambios de bienes y servicios, ha horadado los términos en los que debía trabajarse por la erradicación de la pandemia. Para frenar este proceso, diversos países han mancomunado esfuerzos en diversas iniciativas de alcance global, bajo el lema ”Nadie está a salvo hasta que todo el mundo esté a salvo”. Sin embargo, no se trata solo de garantizar el acceso a cuentagotas para los países pobres, sino de restringir la acumulación por parte de los ricos y poderosos, de discutir las patentes y los registros de la vacuna. En definitiva, de ubicar a la vacuna en su carácter social y democrático.
La encrucijada en la que se encuentra el mundo se funda en considerar a los medicamentos –y a las vacunas en particular— como un bien social o, meramente, como un capital de comercio y de acceso restringido. Durante años, las socialistas y los socialistas argentinos hemos hecho del tema de la salud uno de nuestros ejes centrales. No es casualidad que en nuestras gestiones en Rosario y la provincia de Santa Fe hayamos desarrollado una política de producción pública de medicamentos y de distribución social en función de la necesidad ciudadana.
No por casualidad hemos propiciado desde la Universidad Nacional de Rosario las plantas piloto de producción, haciendo eje en la investigación y el desarrollo de medicamentos huérfanos, aquellos que el mercado no produce porque no son rentables, pero que para los grupos que los necesitan significan calidad de vida y hasta la diferencia entre la vida y la muerte. O la lógica del mercado o la lógica de la vida. No todo puede ser un bien transable. Los medicamentos y las vacunas son la garantía de salud. Y de tal modo deben ser pensados y regulados.
Diversos expertos y expertas han indicado que, de continuar la actual distribución desigual de las vacunas, la erradicación del covid-19 será cada vez más difícil. El virus mutará y se propagará. Provocará más confinamientos, más contagios y más muertes. Adoptar una política de distribución justa, considerar a las vacunas como un bien social y garantizar su acceso a todos los países, no es una mera cuestión ideológica, como vociferan algunos. Es una prioridad para garantizar la salud pública global. Es decir, la vida humana.
(*) Diputada provincial