A pesar de que su nombre de pila es Alberto Franklin, para los verenses de la infancia siempre será el “Teco” Ibarra, hijo de un maestro de escuela, de estatura mediana y cabeza blanca, que competía con la elegancia de las canas de su madre, vecinos muy conocidos y respetados en el barrio San Martín.
Como no podía ser de otra manera, los comienzos futbolísticos de “Teco” fueron en el Club Ferrocarril, integrando una de los equipos invencibles de la década del 60, llegando a jugar la final de la Copa de Oro, con Unión de Santa Fe, cuando aún no había cumplido 15 años.
En los 70 partió del Vera natal con rumbo incierto para abrirse camino y transitar una carrera que resultó brillante -a fuerza de sacrificio y disciplina- en un deporte donde no faltaron las tentaciones, pero supo afirmarse en base a los valores que le inculcaron sus padres: “honestidad en la vida y jugar con lealtad en la cancha”.
Esas virtudes lo mostraron siempre como un jugador destacado y respetado por todos, titular indiscutido en las inferiores de Boca, Argentinos Jrs., Independiente, hasta que es convocado a jugar un regional en San Martín de San Juan, para afincarse definitivamente en la zona cuyana cuando llegó a Godoy Cruz de Mendoza y convertirse en ídolo en el Nacional del 74 con una de las mejores campañas en la historia del club, aunque también jugó en Huracán de San Rafael.
“El futbol de nuestra generación tenía otros códigos que nos permitía entablar un diálogo distinto con compañeros y adversarios” –dice-, pero hay algunos que marcaron su amistad a fuego, como el querido Eduardo “Negro” Tazare –que lo cobijó en su casa cuando arribó a Mendoza- Oscar Alfaro, otro santafesino que llegó a probar suerte a Mendoza y se quedó para siempre, sin olvidar a otro gran crack surgido en la cantera verense como Julio “Palito” Correa, cuya relación perdura hasta hoy, a pesar de la distancia que lo separa de Córdoba, donde vive actualmente.
El Teco Ibarra tiene una vida llena de recuerdos gratos que alimentan su presente con muchas fotos y una gran cantidad de recortes que contrastan con su bajo perfil y reflejan una trayectoria impecable que terminó cuando tenía 29 años “por decisión propia”. Por eso hoy se siente con suficiente energía como para mezclarse en cualquier picado y mostrar su categoría, ya que mantiene un excelente estado físico en base a una rutina diaria y su inseparable bicicleta con la que surca la siesta verense.
Confiesa que “gané bien y viví la vida, pude brindarle una buena educación a mis hijos y ese es el mejor saldo a la altura del balance”, sin duda la clave estuvo en haber tratado de mantener siempre “la cabeza sobre los hombros y los pies sobre la tierra”, salvo cuando tuvo que saltar para cabecearle al destino que lo trajo otra vez a la ciudad de sus afectos, para reencontrarse con los perfumes de la infancia y el calor de los amigos. Un grande.
Letyana Press